viernes, 13 de agosto de 2010

Manifiesto para una Geografía Sagrada, ancestral misticismo amerindio

El hombre amerindio sintió el ámbito de la realidad natural como sagrada, en especial aquella que guardaba relación con paisajes de singular e impresionante espacialidad, volumen y/o
características morfológicas. Así lo demuestran los sitios donde se emplazaron urbanismos como los valles del centro de culto de Monte Albán y de la ciudad de Teotihuacan; la selva del Petén guatemalteco y el norte de la península de Yucatán con sus numerosos centros de culto; el lago Texcoco donde se levantó la ciudad de Tenochtitlan; la intersección de los ríos
Huachecsa y Mosna donde se erigió el Templo de Chavín de Huantar y los ríos Tullumayo y Huatanay donde se construyó la ciudad de Cusco; Los templos de Kenko, Tambo Machay y de
Ollantaytambo; el Valle que, junto al río Urubamba, recorre de Cusco a los cerros de Machu Picchu y Huaina Picchu, etc.
Se consideró sagrado al sidéreo con sus constelaciones pues allí habitaban los dioses.
Concibió las cavernas como recintos sacros, como "templos". Las motivaciones se suponen
varias: su conexión con el Inframundo; su esplendor espacial pleno de misterio y magia; como recinto de dioses; como refugio protector.
Afuera, en la intemperie, su pensar mágico-animista consideró al paisaje gestor de poderosas fuerzas, cual “espectáculo” de tal poder. Las fuerzas cósmicas involucradas en díadas:
tierra-cielo, cielo-lluvia, aire-viento, convergían para darle vida, pero también muerte como
tierra-terremoto, lluvia-diluvio, cielo-rayo. Desamparado y en continuo pánico, él existía inmerso en esa fantástica circunstancia plena de caliente sol o balsámica lluvia como de fría negrura nocturna. Comprobó que una realidad cíclica, de continuo retorno anual, configurada por
daciones inexorables: masculino-femenino, lluvia-sequía, paz-guerra, sano-enfermo,
vida-muerte, lo ataban a él y su subsistencia de cazador recolector y de domesticador de
plantas y animales. Tal su cosmovisión.
Posteriormente, produjo el fuego vida-muerte y el paulatino arribar a la invención de la
agricultura y su sedentarismo que dependía de los dioses: Sol, Tierra y Lluvia. Ellos se
consustanciaban con el paisaje, de ahí su apasionado misticismo que necesitó seleccionar, con características de espectacular topografía, los sitios de emplazamientos templarios para
adoración, imprecación y/o ruego de estas tres omnipotentes deidades.
Así, dentro del paisaje percibido y venerado, su Geografía Sagrada, plasmó una nueva imagen: el paisaje configurado, rediseñado e integrado con el que le fue dado y que él eligió. Había creado una nueva realidad: su creación fusionada con el cosmos. De esta manera, la montaña, el río, el valle o la selva pasaron a ser partícipes de su dialéctica constructiva, de su
urbanización ceremonial y/o habitacional que transformó el paisaje en una participación
integrada entre él y la madre natura.
Esta comunión produjo los centros de culto y las ciudades, contenedores de ideologías y
místicas obligaciones rituales: políticas, ceremoniales, económicas, artísticas y científicas.
El este y el oeste fueron direcciones para emplazar templos con alineaciones astronómicas que diariamente renacía el Poder de la vida: Sol, y donde se ocultaba descendiendo al Inframundo, hábitat de los difuntos. Cada comunidad amerindia del desierto, selvática o andina tuvo su
respuesta constructiva frente a esa Geografía Sagrada, ámbito natural de dioses-poderes, a los cuales se debía adorar y alimentar con sacrificios y autosacrificios. La concepción de tal
geografía como sagrada debió ser de las primeras experiencias mítico-religiosas de aquellos ancestrales amerindios.

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