El hombre amerindio sintió el ámbito de la realidad natural como sagrada, en especial aquella que guardaba relación con paisajes de singular e impresionante espacialidad, volumen y/o
características morfológicas. Así lo demuestran los sitios donde se emplazaron urbanismos como los valles del centro de culto de Monte Albán y de la ciudad de Teotihuacan; la selva del Petén guatemalteco y el norte de la península de Yucatán con sus numerosos centros de culto; el lago Texcoco donde se levantó la ciudad de Tenochtitlan; la intersección de los ríos
Huachecsa y Mosna donde se erigió el Templo de Chavín de Huantar y los ríos Tullumayo y Huatanay donde se construyó la ciudad de Cusco; Los templos de Kenko, Tambo Machay y de
Ollantaytambo; el Valle que, junto al río Urubamba, recorre de Cusco a los cerros de Machu Picchu y Huaina Picchu, etc.
Se consideró sagrado al sidéreo con sus constelaciones pues allí habitaban los dioses.
Concibió las cavernas como recintos sacros, como "templos". Las motivaciones se suponen
varias: su conexión con el Inframundo; su esplendor espacial pleno de misterio y magia; como recinto de dioses; como refugio protector.
Afuera, en la intemperie, su pensar mágico-animista consideró al paisaje gestor de poderosas fuerzas, cual “espectáculo” de tal poder. Las fuerzas cósmicas involucradas en díadas:
tierra-cielo, cielo-lluvia, aire-viento, convergían para darle vida, pero también muerte como
tierra-terremoto, lluvia-diluvio, cielo-rayo. Desamparado y en continuo pánico, él existía inmerso en esa fantástica circunstancia plena de caliente sol o balsámica lluvia como de fría negrura nocturna. Comprobó que una realidad cíclica, de continuo retorno anual, configurada por
daciones inexorables: masculino-femenino, lluvia-sequía, paz-guerra, sano-enfermo,
vida-muerte, lo ataban a él y su subsistencia de cazador recolector y de domesticador de
plantas y animales. Tal su cosmovisión.
Posteriormente, produjo el fuego vida-muerte y el paulatino arribar a la invención de la
agricultura y su sedentarismo que dependía de los dioses: Sol, Tierra y Lluvia. Ellos se
consustanciaban con el paisaje, de ahí su apasionado misticismo que necesitó seleccionar, con características de espectacular topografía, los sitios de emplazamientos templarios para
adoración, imprecación y/o ruego de estas tres omnipotentes deidades.
Así, dentro del paisaje percibido y venerado, su Geografía Sagrada, plasmó una nueva imagen: el paisaje configurado, rediseñado e integrado con el que le fue dado y que él eligió. Había creado una nueva realidad: su creación fusionada con el cosmos. De esta manera, la montaña, el río, el valle o la selva pasaron a ser partícipes de su dialéctica constructiva, de su
urbanización ceremonial y/o habitacional que transformó el paisaje en una participación
integrada entre él y la madre natura.
Esta comunión produjo los centros de culto y las ciudades, contenedores de ideologías y
místicas obligaciones rituales: políticas, ceremoniales, económicas, artísticas y científicas.
El este y el oeste fueron direcciones para emplazar templos con alineaciones astronómicas que diariamente renacía el Poder de la vida: Sol, y donde se ocultaba descendiendo al Inframundo, hábitat de los difuntos. Cada comunidad amerindia del desierto, selvática o andina tuvo su
respuesta constructiva frente a esa Geografía Sagrada, ámbito natural de dioses-poderes, a los cuales se debía adorar y alimentar con sacrificios y autosacrificios. La concepción de tal
geografía como sagrada debió ser de las primeras experiencias mítico-religiosas de aquellos ancestrales amerindios.
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